El canal de Suez, las cadenas de valor y la fragilidad de la economía mundial
OPINION. ¿Qué implica que los barcos no puedan cruzar un canal de pocos kilómetros en la economía capitalista actual? ¿Cuáles son las consecuencias de este embotellamiento para los distintos países? ¿Por qué un simple bloqueo pone de manifiesto las enormes fragilidades de la economía mundial?
Durante toda la semana pasada el mundo entero estuvo mirando atónito cómo el barco panameño Evergreen encallaba en el Canal de Suez, Egipto, que conecta el Mar Mediterráneo y por su intermedio el Océano Atlántico con el Mar Rojo y el Océano Índico y que, por ende, es un paso casi imprescindible en el transporte de bienes entre Europa, Medio Oriente y Asia. Junto con el Canal de Panamá en América, el Estrecho de Gibraltar entre Europa y África y el Estrecho de Melaka en el sudeste asiático, explica los nodos de congestión del tráfico de mercancías, en un mundo que es inmenso pero depende, para funcionar, de que no se congestionen cuatro pequeños y angostos pasos marítimos. Con el buque atascado entre las costas del canal de Suez, miles de embarcaciones demoraron sus viajes, ya sea aguardando que se desatasque el buque o buscando un camino alternativo por el Cabo de Buena Esperanza, al sur de África, como había hecho el navegante portugués Vasco da Gama hace más de cinco siglos.
Pero, ¿qué implica que los barcos no puedan cruzar un canal de pocos kilómetros en la economía capitalista actual? ¿Cuáles son las consecuencias de este embotellamiento para los distintos países? ¿Por qué un simple bloqueo pone de manifiesto las enormes fragilidades de la economía mundial? Recurriendo a la teoría económica y tratando de explicar las transformaciones de la economía global del último medio siglo, en estas líneas intentamos responder a estas preguntas.
Si bien el capitalismo nació global y la Inglaterra industrial del siglo XVIII tenía en sus colonias a su principal mercado de productos terminados y fuente de materias primas, hay un cambio sustancial en los últimos cincuenta años, que muchas veces está oculto en los planes de estudio de economía y los análisis económicos en general: las cadenas globales de valor. Si Inglaterra importaba algodón de otros países y con él producía tejidos, concentraba toda la producción industrial en un solo país, y a veces en una sola fábrica. De hecho, la dinámica del capitalismo durante todo el siglo XIX fue la de una creciente concentración, tanto horizontal -lo que llevó a la formación de oligopolios que atentaron contra la naturaleza competitiva del sistema- como vertical -lo que llevó a integrar distintas fases productivas en una empresa o en varias empresas controladas por el mismo grupo-.
Como bien marca el economista estadounidense Paul Sweezy en su famoso libro “Teoría del desarrollo capitalista” de 1942, cuando Adam Smith en 1776 hablaba de la división del trabajo como el principal factor de mejora productiva -y justificaba así la división internacional del mismo entre países productores de materias primas y países manufactureros-, lo hacía exclusivamente pensando en relaciones mercantiles entre los eslabones de esa división. Recuerda Sweezy que cuando Karl Marx retoma el asunto, casi cien años después, lo hace reconociendo que la división del trabajo toma múltiples formas, a veces mercantiles y a veces no. Un ejemplo de las que no es, precisamente, la integración vertical de procesos. Esa es la dinámica que se va consolidando en el capitalismo industrial del siglo XIX: concentración y centralización del capital y profundización de la división internacional del trabajo entre un centro productor de manufacturas y una periferia abastecedora de bienes primarios y consumidora de los bienes elaborados en los centros.
Desde la crisis de 1930 el modelo de la división internacional empezó a ponerse en discusión, principalmente porque los países de la periferia fueron los más castigados por una crisis que surgió en los centros. Así, ante una contracción global, los países más grandes del resto del mundo iniciaron procesos de industrialización. Entre otros fue, el caso de Argentina. Si bien hubo procesos nacionalistas o a cargo del Estado, en la mayoría de los casos la industrialización de la periferia se hizo con inversiones de empresas radicadas en los países centrales, que ratificaron así su estatus de multinacionales. El corazón del desarrollo tecnológico quedaba principalmente en los centros, pero en las periferias la industria crecía.
Asimismo, desde la salida de la segunda guerra mundial se generalizaron los patrones de producción fordistas en las industrias de todo el mundo. Se trata de tecnologías que, al contrario de su antecesor, el taylorismo, dejan el control del tiempo de producción en manos de las máquinas -la cinta transportadora es el principal referente- y que, sobre todo, se permiten garantizar enormes ventajas de productividad si y sólo si producen bienes homogéneos en grandes cantidades. Así, si para ganar mucho hay que producir mucho y si para producir mucho hay que producir todo igual, es necesario que haya mucha gente dispuesta a comprar esos bienes. Si, además, la tecnología hace hincapié en bienes durables, es necesario que todo el tiempo se sumen nuevos consumidores, pues no todo el mundo cambiará de auto, heladera o lavarropas cada año. Así, el fordismo como sistema tecnológico requiere de una demanda creciente, y eso solo se consigue con altos salarios y baja desocupación, o con políticas sociales o de seguridad social que la compensen. La tecnología del fordismo, a su vez, encuentra sus ventajas productivas en una mayor integración vertical -descontamos, desde ya, que la integración horizontal se garantiza por las ventajas de la producción a escalas grandes-. Es decir, la hegemonía del fordismo a mediados del siglo XX puso en discusión la premisa de la reducción de costos -puesto que los altos salarios eran necesarios para que haya demanda- y la primacía de las ventajas comparativas en el comercio internacional -puesto que crecía la industria periférica, en muchos casos también con tecnología fordista-, pero no operó ninguna contratendencia en materia de integración vertical.
El cambio sustancial vino en los años setenta, junto con la caída del fordismo como paradigma industrial. Este fue reemplazado por múltiples paradigmas flexibles, de los cuales el toyotismo es el más famoso. Estos, ayudados por las revoluciones de la robótica, de la informática y de las comunicaciones, llevaron a levantar la restricción que implicaba que para ganar mucho había que producir muchos bienes homogéneos: se podían producir bienes diferenciados, orientados a distintos nichos de consumo, y estos podían ser menos durables que antes. Ya no era necesario venderle a mucha gente: alcanzaba con venderle más seguido a la misma gente. Entonces el sistema deja de necesitar altos salarios o una mejor distribución del ingreso para funcionar.
Sin embargo, el principal cambio se dio a nivel internacional, al compás de las aperturas comerciales y financieras y el auge del neoliberalismo: las cadenas globales de valor. Las grandes empresas empezaron a segmentar sus procesos productivos en distintas etapas a nivel internacional. No se trata más de centros industrializados y periferias productoras de materias primas como en el siglo XIX ni de centros con industrias de alta tecnología y periferias semi-industrializadas como a mediados del siglo XX, sino de cadenas industriales repartidas por todo el mundo, donde los procesos de alta tecnología y altos salarios, las direcciones estratégicas y los centros de diseño se concentran en los centros, mientras que el trabajo manual se distribuye por el mundo de acuerdo con los cálculos de costos. Así, se generalizan el offshoring y el outsourcing, y muchas empresas multinacionales cierran sus plantas en los países centrales para abrirlas en países periféricos con salarios muchísimo más bajos. Las maquilas de ensamblaje de electrónica o de confección textil son los ejemplos más evidentes.
Si nos ponemos a desarmar un auto producido en el año 2021, vamos a encontrar que no solo hay insumos de distintos lugares del mundo, como siempre lo hubo, sino que cada parte, cada pieza, se produce en un sitio diferente. Si nos ponemos a mirar los contenedores que transporta el buque Evergreen, encallado en el canal de Suez, veremos productos terminados y materias primas, pero veremos principalmente insumos industriales y bienes intermedios. Veremos piezas fabricadas que van a ser parte de otras piezas más grandes, que luego se convertirán en un producto final, que será vendido en todo el mundo. La imposibilidad de navegar que tuvieron no solo el Evergreen sino los miles de barcos que no pudieron cruzar el canal mientras estaba bloqueado no solo implicó un desabastecimiento temporario de algunos bienes de consumo en algunos supermercados. Implicó, principalmente, el freno de procesos productivos globales, que requieren de las piezas que viajan en ese barco para poder continuar.
El propio Marx había mencionado al pasar, en un fragmento del tomo 2 de El Capital, las consecuencias que tendría sobre el mercado capitalista mundial un bloqueo del canal de Suez, que había sido abierto pocas décadas antes. Sin embargo, si pudiéramos observar la composición y heterogeneidad de los contenedores encallados en el canal en el siglo XIX y la comparáramos con el Evergreen, sin dudas en el siglo XIX veríamos una variedad muchísimo menor que ahora. Las consecuencias son hoy muchísimo más profundas y más visibles. Y, sin embargo, los estrechos pasos nodales del comercio internacional son los mismos que en los años de Marx (el canal de Panamá fue abierto solo unas décadas después).
De cualquier modo, lo más importante de esta reflexión sobre las cadenas de valor motivada por el grotesco episodio del Evergreen radica en las implicancias para el debate económico en América Latina en general y en Argentina en particular. En la periodización que introdujimos antes, destacamos un momento de primacía de las ventajas comparativas en el comercio internacional, en la cual en Argentina regía un modelo agroexportador -y en toda la región distintos esquemas primario-exportadores-, y un momento de puesta en discusión de esa primacía, correspondiente en Argentina con la industrialización sustitutiva. En este último período se suscitaron muchísimas discusiones acerca del patrón de inserción internacional deseable para el país. ¿Qué tipo de industrialización queremos: una que se enfoque en el mercado interno y que se valga de las herramientas de la regulación estatal -por ejemplo, aranceles- o una que mire hacia afuera y busque competir en el mundo? Los aranceles protegen la producción local pero al mismo tiempo elevan los precios de los bienes importados. La eliminación de los aranceles abarata los precios pero puede llevar a aumentos del desempleo.
Estos debates volvieron con fuerza en el siglo XXI, tras la crisis del neoliberalismo y la entrada en vigor de un nuevo paradigma en la región y en Argentina en particular. ¿Cómo volver a la Argentina industrial en el siglo XXI? Dadas las cadenas de valor, ya no estamos ante una disyuntiva que nos impone pensar en una industria que si quiere competir en el mercado mundial o localmente pero sin protección debe enfrentarse a la competencia de industrias con mayor tecnología de los países centrales. La disyuntiva actual es mucho más compleja: a la tecnología de los países centrales debemos incorporarle la baratura de los costos de las periferias industriales ensambladoras. La industria nacional tiene que competir con ambos a la vez, o mejor dicho con la combinación de ambos en las cadenas de valor. En este sentido, la pregunta actual es, en primer término, cómo insertarse en las cadenas globales existentes, en qué eslabones pretendemos que el país se incorpore. Sin embargo, hay una pregunta de segundo nivel: de qué manera podemos proponer, impulsar o discutir transformaciones a las formas productivas actuales. Quizás no se trata de insertarse en las cadenas sino, como también decía Marx, de romperlas.